Citado implícitamente en el Evangelio entre los «hermanos», de Jesús, es decir, sus primos carnales. Probablemente hijo de Cleofás y María y, por tanto, sobrino de San José. Formó entre los primeros discípulos de los Apóstoles y entre los colaboradores más íntimos de Santiago el Menor, su hermano y primer obispo de Jerusalén. Sucede a éste por aclamación hacia el año 62, en que Santiago dio testimonio de Jesucristo con su sangre. Durante su gobierno fue destruida la ciudad santa por los romanos. Vuelto a ella con sus fieles, reedifica su Iglesia, a pesar de las persecuciones. En tiempo de Trajano, sufre persecución, y a pesar de su edad, demuestra gran entereza, causando su conducta la admiración de todos. Muere en la cruz, hacia los 120 años de edad. — Fiesta: 18 de febrero.
Había creído en Jesucristo, le había visto con los ojos de la fe, y su episcopado fue un testimonio constante de su experiencia cristiana. Tan próximo al Pastor Supremo y único de la Iglesia, por lazos del tiempo y de la sangre, pudo darnos, y nos dio de hecho, la imagen fiel del Pastor cristiano de los creyentes, de los «iluminados», de la Iglesia. Apacentó a su rebaño sobre todo con su amor generoso, «haciéndose modelo de la grey», según la norma del Pastor Vicario, Jefe de los Obispos, Piedra angular de toda la Iglesia.
Es muy probable que su fe no brotara fácilmente. El «hijo de José» habíase comportado demasiado normalmente para que sus parientes vieran en Él al Profeta esperado. Pero con el transcurso del tiempo y ante las insistentes manifestaciones divinas en la vida de su primo, fue abriéndose al don de Dios que le llevó a la Luz total. Y debió llegar la ocasión de poder seguir a Jesús aún en su vida terrena y de recoger, en su alma dócil, la doctrina de la nueva Vida, antes de que llegaran los acontecimientos definitivos.
Junto a los Doce, entre los que contaba a varios parientes suyos, fue testigo de la Resurrección y de la Ascensión de Jesucristo, de sus últimas recomendaciones, de la misión universal. Con la fuerza del Espíritu Santo sintió cómo en su interior las palabras de Jesús y sus hechos se convertían en fuego crepitante, ansioso de expansión católica.
En Jerusalén, a la sombra de la Madre del Salvador, vivió los esplendores de la Iglesia naciente, en la que todos los bienes eran comunes y los corazones latían al unísono. Y allí permaneció durante la primera dispersión, provocada por la muerte del Diácono Esteban.
Santiago, su hermano carnal, gobierna la Iglesia jerosolimitana. Simeón permanece en su compañía y en su ayuda hasta el día en que la persecución de los judíos, jamás satisfechos ante el progreso de la secta, pudo conseguir la muerte del primer obispo de Jerusalén, Santiago, el que había hablado detrás de Pedro en el Concilio del año 50. Simeón, según las tradiciones, presenció el martirio amonestando a los verdugos del crimen que cometían.
Los cristianos, al sosegarse la tempestad, se reúnen para elegir a quien ha de perpetuar entre ellos la presencia pastoral de Jesús, y unánimes señalan a Simeón, carne de Jesús e imagen de su Espíritu.
Su episcopado no dejó huellas en cartas ni escrito alguno, pero concuerdan los historiadores en que los judíos arreciaban cada año su persecución a la par que su nacionalismo se exaltaba. Por ello Simeón hubo, sin duda, de alentar con su palabra y su ejemplo la fe de sus ovejas. El Espíritu Santo le inspira que llega el tiempo del cumplimiento de la profecía de Jesús sobre la Ciudad y el Templo.
El Obispo y su pueblo se retiran, fieles al anuncio del Cielo, antes que los ejércitos de Vespasiano y más tarde de Tito acaben materialmente con aquella ciudad y aquel sacerdocio que había cesado ya de tener sentido, cuando rechazaron al que había venido a darles plenitud de Redención.
El cumplimiento fue trágico, exacto. Vuelven los cristianos con Simeón, reemprenden su vida sobre la tierra regada por la sangre de Jesús, ahora en sencillas casas, pero con grandes virtudes.
El Obispo vela sobre el rebaño, atajando los principios de herejía. Distribuye abundante el pan de la palabra, amasándolo con su celo ardiente de la gloria de Dios y del crecimiento de la Iglesia.
En tiempos de Domiciano presiente su fin: los parientes de Jesús son exterminados. Al fin, bajo Trajano, llega su hora. El gobernador sirio Atico, siente compasión por él, dada su avanzada edad, pero el anciano renuncia con entereza y valentía a lo que considera una traición, y evangeliza a todos los circunstantes. Por ello, por su decisión y tenacidad en la misión emprendida, es condenado a morir en la cruz.
Expira en el madero, lleno de gozo por haber merecido la gracia de imitar tan de cerca al Sumo Sacerdote en el acto culminante de su Sacrificio salvador. ¡Había cumplido, hasta el fin, la Ley que aprendió de los labios y de la realidad de Jesús, el Hijo de Dios, que había salido de su familia!
Sus reliquias se extendieron hacia Occidente, llegando hasta España, donde se guardan en la histórica villa de Torrelaguna, patria que fue del ilustre Cardenal Cisneros.