El Viernes Santo es un día de duelo, el mayor de todos. Cristo muere. El dominio de la muerte, consecuencia del pecado, sobre todas nuestras vidas humanas alcanza incluso al jefe de la humanidad, el Hijo de Dios hecho hombre.
Pero, como todos los cristianos saben, esta muerte que Jesús ha compartido con nosotros y que fue tan atroz para él, respondía a los designios de Dios sobre la salvación del mundo y aceptada por el Hijo para nuestra redención. Desde entonces la cruz de Cristo es la gloria de los cristianos. "Para nosotros toda nuestra gloria está en la cruz de nuestro Señor Jesucristo" y, hoy, lo repite la Iglesia y presenta la misma cruz para nuestra adoración: "He aquí el madero de la cruz, del cual pendió la salvación del mundo". Por ello, el Viernes Santo es al mismo tiempo que un día de luto, el día que ha devuelto la esperanza a los hombres; él nos lleva a la alegría de la resurrección.
La acción litúrgica con que la Iglesia celebra, por la tarde, la redención del mundo, debería ser amada de todos los cristianos. En este día, el recuerdo solemne de la Pasión, las grandes oraciones en que la Iglesia ora confiada por la salvación de todos los hombres, la adoración de la cruz y el canto de los improperios son algo más que ritos emocionantes; es la oración y el hacinamiento de gracias de los rescatados que, en comunidad, adquieren conciencia ante Dios de todo lo que el misterio de la cruz representa para ellos.
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